Gianni Rodari
Cuentos para jugar
Título original: Tante Storie Per Giocare
El flautista y los automóviles
Cuando en Milán llovieron sombreros
Cuentos para jugar
Estas
historias se publican con la amable autorización de la RAI (Radio-Televisión Italiana). De hecho, fueron
escritas para un programa radiofónico que se titulaba precisamente Cuentos
para jugar, que fue emitido en los años 1969-70.
Estos
mismos cuentos aparecieron después en el Corriere dei piccoli.
Cada cuento
tiene tres finales, a escoger.
En las últimas páginas el autor ha indicado cuál es el final que él prefiere.
El lector
lee, mira, piensa y si no encuentra un final a su gusto puede inventarlo,
escribirlo o dibujarlo por sí mismo. ¡Que os
divirtáis!
Erase una vez un tamborilero que
volvía de la guerra. Era pobre, sólo tenía el tambor, pero a pesar de ello estaba contento
porque volvía a casa después de tantos años. Se le oía tocar desde lejos: barabán,
barabán, barabán...
Andando y andando encontró a una viejecita.
—Buen soldadito, ¿me das una moneda?
—Abuelita, si tuviese, te daría dos, incluso una docena. Pero
no tengo.
—¿Estás seguro?
—He rebuscado en los bolsillos durante toda la mañana y no he encontrado nada.
—Mira otra vez, mira bien.
—¿En los bolsillos? Miraré para darte gusto. Pero estoy seguro de que... ¡Vaya! ¿Qué es esto?
—Una moneda. ¿Has visto cómo tenías?
—Te juro que no lo sabía. ¡Qué maravilla! Toma, te la doy de
buena gana porque debes necesitarla más que yo.
—Gracias, soldadito —dijo la viejecita—, y yo te daré algo a cambio.
—¿En serio? Pero no quiero nada.
—Sí, quiero
darte un pequeño
encantamiento. Será éste: siempre que tu tambor
redoble todos tendrán que
bailar.
—Gracias, abuelita. Es un encantamiento
verdaderamente maravilloso.
—Espera, no he terminado: todos bailarán y no podrán pararse si tu no
dejas de tocar.
—¡Magnífico! Aún no sé lo que haré con este encantamiento pero me parece qué me será útil.
—Te será utilísimo.
—Adiós,
soldadito.
—Adiós,
abuelita.
Y el soldadito reemprendió el camino para regresar a casa.
Andando y andando... De repente salieron tres bandidos del bosque.
—¡La bolsa o la vida!
—¡Por amor de Dios! ¡Adelante! Tomen la bolsa. ¡Pero les advierto que está vacía!
—¡Manos arriba o eres hombre muerto!
—Obedezco, obedezco, señores bandidos.
—¿Dónde tienes
el dinero?
—Lo que es por mí, lo tendría hasta en el sombrero.
Los bandidos miran en el
sombrero: no hay nada.
—Por mí lo tendría hasta en la oreja.
Miran en la oreja: nada de nada.
—Os digo que lo tendría incluso en la punta de la nariz, si tuviera.
Los bandidos miran, buscan,
hurgan. Naturalmente no encuentran ni siquiera una moneda.
—Eres un desarrapado —dice el jefe de los bandidos—. Paciencia. Nos llevaremos el
tambor para tocar un poco.
—Tomadlo —suspira el
soldadito—; siento separarme de él porque me ha hecho compañía durante muchos años. Pero si realmente lo queréis...
—Lo queremos.
—¿Me dejaréis tocar un
poquito antes de llevároslo? Así os enseño cómo se hace ¿eh?
—Pues claro, toca un poco.
—Eso, eso —dijo el
tamborilero—, yo toco y vosotros (barabán, barabán, barabán) ¡y vosotros bailáis!
Y había que verlos bailar a esos tres tipejos. Parecían
tres osos de feria.
Al principio se divertían, reían y bromeaban.
—¡Animo, tamborilero! ¡Dale al vals!
—¡Ahora la polka, tamborilero!
—¡Adelante con la mazurka!
Al cabo de un rato empiezan a
resoplar. Intentan pararse y no lo consiguen. Están cansados, sofocados, les da vueltas la cabeza,
pero el encantamiento del tambor les obliga a bailar, bailar, bailar...
—¡Socorro!
—¡Bailad!
—¡Piedad!
—¡Bailad!
—¡Misericordia!
—¡Bailad, bailad!
—¡Basta, basta!
—¿Puedo quedarme el tambor?
—Quédatelo...
No queremos saber nada de brujerías...
—¿Me dejaréis en paz?
—Todo lo que quieras, basta con que dejes de tocar.
Pero el tamborilero,
prudentemente, sólo paró cuando los vio derrumbarse en el
suelo sin fuerzas y sin aliento.
—¡Eso es, así no podréis
perseguirme!
Y él, a escape. De vez en cuando, por precaución, daba algún golpecillo al tambor. Y
enseguida se ponían a bailar
las liebres en sus madrigueras, las ardillas sobre las ramas, las lechuzas en
los nidos, obligadas a despertarse en pleno día...
Y siempre adelante, el buen tamborilero
caminaba y corría, para
llegar a su casa...
Primer Final
Andando y andando el tamborilero
empieza a pensar: «Este
hechizo hará mi fortuna. En el fondo he sido
estúpido con aquellos bandidos. Podía haber hecho que me entregaran
su dinero. Casi casi, vuelvo a buscarlos...»
Y ya daba la vuelta para volver
sobre sus pasos cuando vio aparecer una diligencia al final del sendero.
—He ahí algo que
me viene bien.
Los caballos, al trotar, hacían tintinear los cascabeles. El
cochero, en el pescante, silbaba alegremente una canción. Junto a él iba sentado un policía armado.
—Salud, tamborilero, ¿quieres subir?
—No, estoy bien aquí.
—Entonces apártate del camino porque tenemos que pasar.
—Un momento. Echad primero un bailecito.
Barabán, barabán... El tambor
empieza a redoblar. Los caballos se ponen a bailar. El cochero se tira de un
salto y se lanza a menear las piernas. Baila el policía, dejando caer el fusil. Bailan los pasajeros.
Hay que aclarar que aquella diligencia
transportaba el oro de un banco. Tres cajas repletas de oro. Serían unos trescientos kilos. El
tamborilero, mientras seguía tocando
el tambor con una mano, con la otra hace caer las cajas en el sendero y las
empuja tras un arbusto con los pies.
—¡Bailad! ¡Bailad!
—¡Basta ya! ¡No podemos más!
—Entonces marchaos a toda velocidad, y sin mirar
hacia atrás...
La diligencia vuelve a ponerse
en camino sin su preciosa carga. Y hete aquí al
tamborilero millonario... Ahora puede construirse un chalet, vivir de las
rentas, casarse con la hija de un comendador. Y cuando necesite dinero, no
tiene que ir al banco: le basta su tambor.
Segundo Final
Andando y andando, el
tamborilero ve a un cazador a punto de disparar a un tordo. Barabán, barabán... el cazador
deja caer la carabina y empieza a bailar. El tordo escapa.
—¡Desgraciado! ¡Me las pagarás!
—Mientras tanto, baila. Y si quieres hacerme caso, no
vuelvas a disparar a los pajaritos.
Andando y andando, ve a un
campesino que golpea a su burro..
—¡Baila!
—¡Socorro!
—¡Baila! Solamente dejaré de tocar si me juras que nunca volverás a pegar a tu burro.
—¡Lo juro!
Andando y andando, el generoso
soldadito echa mano de su tambor siempre que se trata de impedir un acto de
prepotencia, una injusticia, un abuso. Y encuentra tantas arbitrariedades que
nunca consigue llegar a casa. Pero de todas formas está contento y piensa: «Mi casa estará donde pueda hacer el bien con
mi tambor».
Tercer Final
Andando y andando... Mientras
anda, el tamborilero piensa: extraño
encantamiento y extraño tambor.
Me gustaría mucho saber cómo funciona el encantamiento.
Mira los palillos, los vuelve
por todos lados: parecen dos palitos de madera normales.
—¡A lo mejor el secreto está dentro, bajo la piel del tambor!
El soldadito hace un agujerito en
la piel con el cuchillo.
—Echaré un vistazo
—dice. Dentro no hay nada de
nada.
—Paciencia, me conformaré con el tambor como es.
Y reemprende su camino, batiendo
alegremente los palillos. Pero ahora ya no bailan al son del tambor las
liebres, las ardillas ni los pájaros en
las ramas. Las lechuzas no se despiertan.
—Barabán, barabán...
El sonido parece el mismo, pero
el hechizo ya no funciona.
¿Vais a creerlo? El tamborilero está más contento así.
EL FANTASMA - CATHERINE WELLS
Una niña de catorce años estaba sentada
en una vieja cama, recostada sobre unos almohadones y tosiendo de tanto en
tanto a causa del resfrío y la fiebre que la obligaban a permanecer allí. Ya no
quería seguir leyendo a la luz de la lámpara y permanecía reclinada, escuchando
lo poco que podía oír y observando el fuego de la chimenea. Desde abajo, más
allá del ancho y oscuro pasillo, cubierto de paneles de roble y en el que
colgaban cuadros antiguos con llameantes batallas navales pintadas en sus
telas, desde más allá de la amplia escalera de piedra que daba a una pesada
puerta chirriante, le llegaban, por momentos, los tenues sonidos de la música
de baile. Primos, primos y más primos se hallaban allí abajo, y el tío Timothy,
como anfitrión, animaba la velada. Muchos de ellos habían entrado alegremente
en su cuarto durante el día, le decían que su enfermedad era «una verdadera
lástima», que patinar en el parque era «demasiado divertido», y luego se iban a
bailar otra vez. El tío Timothy se comportó con mucha amabilidad. Pero… allí
abajo se escapaba para siempre toda la felicidad que la niña había deseado
durante más de un mes.
Contempló cómo caían parpadeando las
llamas del gran fuego de leños en el hogar. Por momentos tenía que apretarse
las manos para detener las lágrimas. Había descubierto —pronto empezaba a
conocer los pequeños secretos de la feminidad— que si tragaba con fuerza y
rápidamente cuando las lágrimas se juntaban, podía evitar que se le inundaran
los ojos. Deseó que alguien fuera a verla. Tenía una campana a su alcance, pero
no se le ocurría ninguna excusa para hacerla sonar. Deseó también que hubiera
más luz en el cuarto. El fuego la iluminaba vivamente cuando los leños
llameaban hacia arriba; pero, cuando apenas brillaban, las sombras oscuras
bajaban desde el techo y se juntaban en los rincones, contra las paredes. Puso
su atención en el tenue resplandor que proyectaba la lámpara sobre el agradable
desorden de la mesa de luz: la mermelada de grosellas y la cuchara, las uvas,
la limonada, el pequeño montón de libros, todo parecía cálido y acogedor. Tal
vez la señora Bunting, el ama de llaves de su tío, regresara pronto a conversar
con ella.
La señora Bunting muy probablemente
estaría más ocupada que de costumbre esa noche. Se habían agregado varios
invitados nuevos: los participantes de otra fiesta que llegaron en coche,
acompañados de una conocida figura romántica, nada menos que el famoso actor
Percival East. La entereza de la niña se había quebrado esa tarde, cuando el
tío Timothy le contó que East estaba en la casa. El tío estaba sorprendido:
sólo otra niña podría haber entendido perfectamente lo que significaba que un
simple resfrío le impidiera conocer en persona a ese mítico héroe del teatro;
otra niña que se hubiera desbordado de alegría ante su audacia, llorado ante
sus nobles gestos de renuncia, sentido felicidad —y un poco de envidia— ante el
abrazo final con la mujer amada.
—¡Bueno, bueno, querida sobrina! —le
había dicho el tío Timothy, palmeándola suavemente en el hombro, con gran
pena—. No te preocupes. Si no puedes levantarte, le pediré que suba a verte. Te
lo prometo. ¡Qué increíble atracción que tienen sobre las niñas estos
personajes! —dijo como para sí mismo.
El revestimiento de madera crujió, como
suele pasar en las casas viejas. La niña era de esa clase de personas temerosas
que no creen en fantasmas, y, sin embargo, desean con toda su alma no cruzarse
nunca con uno. ¡Y hacía tanto tiempo que nadie la visitaba! Pasarían muchas
horas, se dijo, antes de que la niña que dormía en la habitación de al lado se
acostase; las dos piezas estaban comunicadas por una puerta, lo que le daba
tranquilidad. Si hacía sonar la campana, pasarían un par de minutos antes de
que alguien llegara desde los cuartos de la servidumbre, que se hallaban
bastante lejos. Una de las mucamas pronto debería cruzar el pasillo, pensó,
para arreglar los cuartos y agregar carbón al fuego de las chimeneas. Todo eso
iría acompañado de una serie de ruidos que serían una distracción. ¡Cómo se
aburría una en la cama! ¡Qué horrible, que insoportablemente horrible era estar
atada a la cama, perdiéndose toda la alegre diversión de allá abajo! Ante este
pensamiento, tuvo que tragarse una vez más las lágrimas.
Con un ruido inesperado, una explosión
de risas y aplausos, la puerta al pie de la escalera se abrió y cerró. La niña
oyó unos pasos que subían y unas voces que se acercaban. Era el tío Timothy,
quien golpeaba la puerta entreabierta.
—Pasen —gritó, contenta.
Junto al tío se hallaba un hombre de
mediana edad, de expresión tranquila y cabello gris. ¡Al fin el tío había
traído un médico!
—Aquí tiene a otra de sus pequeñas
admiradoras, señor East —dijo el tío Timothy.
¡El señor East! De pronto comprendió
que había esperado verlo llegar envuelto en una capa, con el cabello empolvado
y finos ropajes. Su tío sonrió ante su cara de sorpresa.
—No lo reconoce, señor East —señaló.
—Por supuesto que lo reconozco —dijo
valientemente la niña y se incorporó, sonrojada por la excitación y la fiebre, los
ojos brillosos y el cabello revuelto.
En efecto, empezó a ver cómo el
renombrado héroe del escenario y el hombre de rostro bondadoso se unían como en
un mismo retrato. Allí estaba el suave movimiento de la cabeza, la barbilla…
¡Claro! Y los ojos, ahora que los veía con detenimiento.
—¿Por qué lo estaban aplaudiendo?
—preguntó.
—Porque les prometí que les daría un
susto mortal —respondió el señor East.
—¡Oh! ¿Cómo?
—El señor East —aclaró el tío Timothy—
se va a disfrazar como nuestro viejo fantasma ya desaparecido y nos va a
proporcionar un rato verdaderamente escalofriante, allá abajo.
—¿De verdad? —exclamó la jovencita, con
la ansiedad que sólo puede contenerse en la voz de una niña—. ¡Ay! ¿Por qué me
enfermé, tío Timothy? No estoy enferma. ¿No se nota que ya estoy mejor? Me he
pasado el día en cama. Estoy perfectamente bien. ¿Puedo bajar, querido tío…,
por favor?
Ya casi había salido de la cama, por el
entusiasmo.
—¡Bueno, bueno, pequeña! —la tranquilizó
el tío, alisando las sábanas con rapidez y tratando de cubrirla.
—Pero ¿puedo?
—Por supuesto, si quieres que te asuste
en serio, te aseguro que te daré un susto tremendo —empezó a decir Percival
East.
—Oh, sí, claro que quiero —gritó la
niña, saltando en la cama.
—Volveré para que me veas cuando esté
disfrazado, antes de bajar.
—¡Ay, por favor, por favor! —exclamó,
radiante, la pequeña.
¡Una representación privada, sólo para
ella!
—¿Estará de veras horrible? —preguntó
riendo.
—Todo lo que pueda —el señor East sonrió
y siguió al tío Timothy, que ya salía del cuarto—. ¿Sabes? —dijo, volviéndose
antes de cerrar la puerta y mirándola con burlona seriedad—. Creo que estaré
bastante espantoso. ¿Estás segura de que no te importará?
—¿Importarme?… ¿Tratándose de usted?
—rió la niña.
El señor East salió de la habitación,
cerrando la puerta tras de sí.
—Tralalá, tralalá —tarareó contenta la
pequeña y volvió a meterse entre las sábanas, las estiró sobre su pecho y se
puso a esperar.
Permaneció muy tranquila durante un
buen rato, sonriente, pensando en Percival East, y en sus distintos papeles
dramáticos. Lo admiraba mucho. Recordó detalladamente la última obra en que lo
había visto. ¡Estaba tan espléndido al batirse a duelo! No podía imaginárselo
con aspecto horrible, pensó. ¿Qué haría para lograrlo?
Hiciera lo que hiciera, ella no se iba
a asustar. Él no podría decir que la había asustado a ella. El tío Timothy
también estaría allí, supuso. ¿O no?
Oyó pasos frente a la puerta, a lo
largo del pasillo, que luego se perdieron. La puerta al pie de la escalera se
abrió y luego se cerró con un golpe.
El tío Timothy había bajado.
La niña siguió esperando.
Un tronco, quemado y rojo, se partió
súbitamente en dos y los pedazos cayeron de repente en el fondo de la chimenea.
La pequeña se sobresaltó con el ruido. ¡Todo estaba tan silencioso! Se preguntó
cuánto más tardaría el señor East. Hacía falta atizar el fuego, pues los
pedazos de tronco se habían juntado. ¿Debía llamar? Pero el señor East podría
entrar justo en el momento en que la sirvienta estuviera avivando el fuego, y
eso arruinaría su entrada. El fuego podía esperar…
La habitación estaba silenciosa y, a
causa de la tenue luz del fuego, más oscura. Ya no le llegaba ningún ruido
desde abajo, porque la puerta estaba cerrada. Había estado abierta durante todo
el día, pero ahora se había roto el último y frágil vínculo que la unía a los
demás.
La llama de la lámpara dio un repentino
salto. ¿Por qué? ¿Estaría a punto de apagarse? ¿Se apagaría?… No.
Esperaba que el señor East no se le
apareciera de golpe. Por supuesto que no lo haría. De todas maneras, hiciera lo
que hiciera, ella no se asustaría…, no verdaderamente. Hombre prevenido vale
por dos.
¿Hubo un ruido? La niña se levantó, con
la mirada clavada en la puerta. ¡Nada!
Pero, sin duda, la puerta se había
entreabierto, ¡ya no encajaba tan perfectamente en el marco! Tal vez, la
puerta… tenía la seguridad de que se había movido. Sí, se había movido…, se
había abierto unos dos centímetros, y, poco a poco, mientras observaba, vio un
hilo de luz entre el filo de la puerta y el marco, que crecía despacio y se
detenía.
No era posible que entrara por allí. Se
había entreabierto por sí sola. El corazón de la niña empezó a latir con más
fuerza. Sólo podía ver la parte superior de la puerta: el pie de la cama le
ocultaba el resto.
Su atención se hizo más aguda. De
pronto, tan repentinamente como un disparo, descubrió una pequeña figura, como
un enano, cerca de la pared, entre la puerta y la chimenea. Era una pequeña
figura con capa, no más alta que la mesa. ¿Cómo lo hacía? Se movía despacio,
muy despacio, hacia el fuego, como si no se diera cuenta de la presencia de la
niña, envuelto en una capa que arrastraba por el suelo, con un sombrero en la
cabeza inclinada sobre los hombros. La pequeña se aferró a las sábanas: era
algo tan raro, tan inesperado; soltó una risita nerviosa para romper la tensión
del silencio…, para demostrarle su aprecio.
El enano se detuvo en seco al oír el
ruido y giró hacia ella.
¡Ay! ¡Pero qué miedo sentía! La cara
del enano era de un tono blanco cadavérico, tenía un rostro largo y afilado,
hundido entre los hombros. ¡No había color en los ojos que la observaban! ¿Cómo
lo hacía? ¿Cómo lo hacía? Era demasiado bueno. Se volvió a reír nerviosamente;
y con un estremecimiento de terror que no pudo dominar, vio cómo la figura
salía de las sombras y avanzaba hacia ella. Se armó de valor; no debía
asustarse por una simple representación… Se acercaba, era horrible, horrible…,
estaba llegando a su cama…
Escondió de golpe la cabeza entre las
sábanas. Nunca supo si gritó o no…
Alguien tocaba a la puerta, hablando
alegremente. La niña sacó la cabeza de las sábanas, avergonzada por su temor.
¡La horrible criatura había desaparecido! El señor East hablaba desde la
puerta. ¿Qué era lo que decía? ¿Qué?
—Ya estoy listo —dijo—. ¿Quieres que
entre y empiece?
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