Final del juego
Julio Cortázar
Con Leticia y Holanda íbamos a
jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y
tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía
Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando
Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas
por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en
donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina
acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se
especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya
lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de
las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas,
prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía
fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era
precisamente lo que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba
sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si
los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era
volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato
escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua
fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía
ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien
grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el
pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido
si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos,
Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del
fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura
inexplicable. Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas
de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos
trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se
cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
—Acabarán en la calle, estas mal nacidas. Donde acabábamos era en las vías del Central
Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo
el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas.
Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento,
una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia
adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve
talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas
nuestro reino. Nuestro reino era así:
una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra
casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y
estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato
—que son los componentes del granito— brillaban como diamantes legítimos contra
el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin
perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por
los trenes como por los de casa si
nos llegaban a ver) nos subía a
la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un
calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las
piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor,
estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato
éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al
otro lado, el pedacito de río color café con leche. Después de esta primera
inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los
sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí
estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego.
La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más
privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía
pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse
hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo
de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los
privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en
realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y
Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las
largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran
hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que
fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las
tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos,
pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que
se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la
espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los
lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de
género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con
la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía. La
satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un
día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda
increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y
sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los
castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que
consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos
había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante
normal. Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano,
contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta
veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para
evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y
sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda
y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo
que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego
marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos
pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las
manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el
ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos
ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce—a un pobre huerfanito
invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos
exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las
estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara,
había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la
elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el
asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua
aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho más complicado y
excitante porque a veces
había alianzas contra, y la
víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza
dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el
juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las
estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo,
pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por
supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque
nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía
colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el
tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes
pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud.
Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a
tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de
pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a
la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio
sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban
serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el
esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban
con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes
cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda,
que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un papelito muy doblado
y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: «Muy lindas
las estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche. Ariel B.» Nos
pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero
nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané. Al otro
día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que
interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia.
Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua,
pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de
gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, la
piedad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de
Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos
ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos
un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el
pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se
ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y
saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica,
no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la
echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran;
aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera
ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una
gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó
en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de
oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice
la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: «Las tres me
gustan mucho. Ariel.» Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y
nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de
dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo
más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado
cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte
increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del
desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina,
sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané
yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí
casi en la nariz un papelito
de Ariel que al principio no
entendimos: «La más linda es la más haragana.» Leticia fue la última en darse
cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos
miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que
Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con
su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció
entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante
calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo
muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como
poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando
un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una
maravilla lo bien que le sentaba. Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del
asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas
se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando
demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y
que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo,
todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que
no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que
Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era
demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de
madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes,
viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con
angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible
llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último momento Uno
de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana
me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a
vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy
buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal
vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero
vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy
bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo, pero en ese momento me
vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin
darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta
cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no
complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire
vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas
chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero
yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando
hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía
que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces
vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la
tarde, toda la noche. El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia
nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita,
pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de
dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de
complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro
día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para
charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era
hermosa: «Saludo a las tres estatuas muy atentamente.» La firma parecía un garabato
aunque se notaba la personalidad. Mientras le quitábamos los ornamentos a
Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie
hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a
venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo.
Si en casa se enteraban, o por
desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que
eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy
raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras
guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca. Tía Ruth nos pidió
a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el
tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso
que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no
lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión.
Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda
fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado
me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas
se aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro. Lo que yo
hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora
con el nuevo tratamiento y tantas cosas. A la noche mamá se extrañó de vernos
tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones,
después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna
gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que
estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio
el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que
me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me
explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran
importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron
la mesa. «Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta
mucho, se la demos.» Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre
violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos
casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José. Al otro día me tocó a mi salir de compras al
mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que
llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas
almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a
reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico
que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los
sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. «Si querés podemos
explicarle a Ariel que estabas descompuesta», le propuse, pero ella decía que
no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé
y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño
no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro
de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba
la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo
que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de
tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los
platos, de repente estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de
felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos
que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena
impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho
más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando
pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con
nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte
minutos después lo vimos llegar por el terraplén, y era más alto de lo que
pensábamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio,
él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas
muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y
preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la
tercera. Holanda explicó que
Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le
parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por
desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los
ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecía
interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo: «Este
lo llevaba Leticia un día», o: «Este fue para la estatua oriental», con lo que
quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él
estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado.
Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo
mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido
nunca. Él preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo
creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido
venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de
cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba
pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y
él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado
mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en
el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en
seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber
venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la
visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos
grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de
cómo se había despedido diciendo: «Hasta siempre», una forma que nunca habíamos
oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a
Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese
querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había
cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y
solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella.
Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez,
nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba
casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la
dejamos mirando las avispas del limonero. Cuando íbamos a dormirnos esa noche,
Holanda me dijo: «Vas a ver que desde mañana se acaba el juego.» Pero se
equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña
convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante
asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y
no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo
cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas
de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de
Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en
seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y
dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. «Quisiera que me
dejaran hoy a mí», agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los
ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los
gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego
marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas,
muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía
un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos
que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció
en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban
al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una
actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás
(que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos
miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y
entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba
solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que
el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a
sostener a Leticia que estaba con los ojos cerrados y grandes lagrimones por
toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en
el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los
ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al
otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio
absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando
llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y
mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando
del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus
ojos grises.
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